Soy un firme creyente en el progreso social que genera la tecnología y el proceso histórico de transformación digital que nos trae la inteligencia artificial generativa y que sólo acabamos de empezar a vivir. Hoy, sin embargo, quiero compartir algo distinto. Y es un pensamiento que me genera este mundo a veces demasiado inmediato, de redes sociales, emails y notas de voz, de sobreinformación y sobreconsumo, de lucha por la atención y de multiplicidad de opciones.

Creo que estamos dejando de valorar lo que la filosofía llama el orden terrestre. Un orden que se proyecta en muchos de nosotros en distintos elementos de la naturaleza. En mi caso es la mar. Y más particularmente las olas.
Una ola me enseña la profunda fuerza de la naturaleza. Me hace ver el luminoso privilegio que tenemos de disfrutar de la vida. De la felicidad que tenemos todos los días al alcance de nuestra mano. Me hace sentir el sentido de la trascendencia del origen de las cosas.
Surfear una ola es conectarte con una energía muy profunda de la naturaleza. Una ola se va haciendo a medida que llega a la playa. Enigmática, desordenada y armónica, lejana y cercana, dura y hermosa. No existe una ola que sea igual que otra. Cuando la ola se acerca se produce un proceso mental que tiene algo de mágico. Una ola te pide anticiparla, imaginarla, verla antes de que exista. Si será tendida o vertical. Qué fuerza llevará. Si vendrá de izquierdas o de derechas. Con qué rapidez y cuándo romperá. Qué forma le dará el viento que sopla. Cómo la definirá el fondo de arena, roca o arrecife sobre el que parte. La ola te pide empatía antes que nada, para entenderla, conocerla y presentarte a ella. Sólo después de eso empieza todo lo demás.
Entonces la ola te saca a bailar. Todo lo que sucede luego me parece un milagro. Caminas con ella, sólo con tu tabla. Vas con ella donde te pida. Vas suave y vas fuerte. Haces flow surf y power surf. La belleza de la ola te exige trabajarla para estar a su altura. Te exige el coraje de reconocer su fuerza y la prudencia para respetarla.
El sentido de trascendencia que da la naturaleza, y su relevancia en nuestra felicidad, es algo ampliamente tratado en la historia de la filosofía, de Aristóteles a Byung-Chul Han. Por eso no me extraña que el mundo surfero sea una especie de teología. Especialmente cuando se comparte con otros, En el agua se hacen amigos para toda la vida.
Para mí, el orden terrestre es una ola que rompe en la playa de Cortadura o el viento de poniente que peina las velas de un barco en ceñida una tarde de agosto. Para otros será un hermoso jardín, del que conoceréis cada planta y la estación en que florece. Para otros será la majestuosidad redentora de la montaña y de esa luminosidad que os ciega y os abraza. O los sonidos del bosque al amanecer y los colores infinitos de un arroyo claro. Para otros será la mirada profunda y noble de vuestro perro. Ese al que prestáis vuestras lágrimas cuando está enfermo y le dais vuestras palabras cuando llegáis a casa para compartir el sentimiento inconsciente de gratitud que nos produce la vida.
En el fondo es todo lo mismo. Es el sentimiento del mar. De la tierra. Es el sentimiento de la naturaleza. Porque no es sólo una ola