Discurso inaugural de los IX PREMIOS IMPLICACIÓN SOCIAL.
CSUCA (Consejo Social de la Universidad de Cádiz). Cádiz, Edificio Constitución 1812. Miércoles, 14 de mayo de 2025.
En estos tiempos de polarización, en los que el ciudadano escucha muchas veces de sus gobernantes un ruido que le ensordece, que le aturde; la reunión, la unión, de instituciones, gobiernos y sociedad civil en torno a una causa es, ya de por sí, motivo de celebración y por ello os doy, ilusionado, las gracias. Gracias a todos, amigas y amigos, por acompañarnos.
Hoy celebramos un día muy especial para nuestro Consejo Social en esta novena edición de los premios a la Implicación Social, en la que reconocemos el compromiso excepcional de nuestros galardonados con nuestra comunidad.

Hoy quiero aprovechar, como hago todos los años, para compartir una reflexión. Pero, además, este año quiero rendir un homenaje. Un homenaje a un maestro que tuve, que dedicó su vida a la enseñanza de unos valores anclados en lo más profundo del humanismo. Valores que, con el tiempo, me han parecido esenciales en la construcción de un propósito de vida. Porque nuestro mundo cambia vertiginosamente. Pero nuestros valores permanecen.
Son tres valores:
El valor de la excelencia profesional.
El valor de la bondad.
El valor del compromiso con la justicia social.
Tres valores que reconozco en nuestros premiados y por los cuales los distinguimos hoy. Permitidme que desarrolle, y de alguna manera interprete, el significado de estos valores que me enseñaba aquel maestro -que, por cierto, era un extraordinario aficionado a la música y al flamenco-.

El primero de los valores que impartía en sus clases era la excelencia profesional. Y lo hacía con el mejor método de enseñanza: la ejemplaridad de su conducta. Vivió, porque ya no está con nosotros, entregado en cuerpo y alma a su profesión.
Para él, la excelencia profesional era, sencillamente, hacer las cosas bien. Como Dios manda, decía mi maestro. Con rigor, método, compromiso y amor propio. Dando lo mejor de nosotros mismos, por pequeña que nos parezca la tarea diaria a la que nos enfrentamos.
A él no le gustaba, sin embargo, que se confundiera la excelencia profesional con el perfeccionismo, consciente de que es fina la línea que los separa. El perfeccionismo es un defecto de la personalidad, la obsesión por mejorar las cosas sin conseguir una utilidad marginal que justifique el esfuerzo, que solo conduce a la insatisfacción permanente, a la frustración.
La excelencia profesional es, por contra, profundamente virtuosa. Porque, en su esencia, quien desea ser excelente en su profesión, se está embarcando en una larga travesía para descubrir los lejanos territorios helénicos de la verdad, el bien común y la belleza.
En efecto, la excelencia profesional es una búsqueda de la verdad a través de la técnica, del trabajo, de lo cotidiano. Es el abogado que se quiebra la cabeza por dar la mejor solución a un problema jurídico. Ese abogado huye de la solución simplista, perezosa, errónea, falsa. Está buscando la verdad legal. O el investigador que pasa noches en vela en su esfuerzo por descubrir un diagnóstico precoz contra un cáncer. Ambos buscan la excelencia. Ambos buscan la verdad.
Es difícil ser excelente. La excelencia profesional requiere sacrificio, trabajo, esfuerzo y, sobre todo, tiempo de dedicación a ella. Tiempo. El bien más valioso que poseemos. Un gran problema de la sociedad de hoy es la falta de tiempo. Es su inmediatez. Queremos hacerlo todo rápido, olvidando que las cosas importantes de la vida, como la justicia, el amor, la paz o la verdad, requieren tiempo. Mucho tiempo.
Ese maestro nos enseñaba que la excelencia profesional no consiste en dar lecciones a nadie. Como es la búsqueda de la verdad, la excelencia no es soberbia, no es engreída, ni vanidosa. “Desconfiad del soberbio”, decía, aunque sea el mayor experto en su materia, porque su competencia técnica podrá ser alta, pero su excelencia profesional, y con ello su capacidad de encontrar la verdad, será improbable.
La excelencia es todo lo contrario. Es modesta, sencilla, humilde. Se construye sobre la curiosidad, la tolerancia, el diálogo y el reconocimiento del otro, de otras maneras de pensar.
Todos aquellos que son excelentes profesionales son, sois, en definitiva, apasionados buscadores de la verdad.
La excelencia profesional, nos enseñaba este maestro, es también una búsqueda permanente del bien común, del bienestar colectivo, del progreso social, porque contribuye a hacer que este mundo funcione mejor. Es el barrendero que madruga cada mañana, esencial para el bienestar y la convivencia ciudadana.
La excelencia profesional persigue, por último, la belleza. Qué bonito es, decimos, un trabajo bien hecho. Cuánta belleza hay en la vasija de un alfarero, en una hogaza de pan de pueblo, en una red de pesca remendada por el redero.
El segundo de los valores que nos enseñaba nuestro maestro era la bondad. La importancia de ser una buena persona con aquellos que nos rodean. En una sociedad profunda y preocupantemente individualista, donde se promueve la ambición como meta en sí misma, y el éxito personal por encima del colectivo, este maestro, que por cierto era de un hermoso pueblo blanco de Cádiz, nos enseñaba a tratar siempre bien a los demás. Fueran quienes fueren. A tratarlos con respeto, con cortesía, con amabilidad, con cariño y con generosidad. En el fondo, nos enseñaba a amar al otro.
El tercero de los valores que nos enseñaba nuestro maestro es el compromiso por el progreso social. Éste es el nivel superior de la bondad. Ya no es solo hacer el bien a quienes nos rodean, con quienes nos relacionamos, amigos, familia, colaboradores, conocidos. También, es ayudar, y quizás sobre todo, a aquellos a quienes no conocemos. A los más vulnerables, a los más desfavorecidos, a los que más sufren, a aquéllos a los que frecuentemente olvidamos porque la dureza de su situación es un grito que nos interpela y nos incomoda.
Ese compromiso, esa lucha permanente por la justicia social, requiere usar nuestra posición de influencia para hacer el máximo bien que nos permita la posición que ocupamos. Muchos sois personas importantes. Vuestra responsabilidad moral, y en mi modesta medida la mía también; es usar, utilizar vuestro estatus, vuestra posición profesional, para ayudar a aquellos que han tenido menos oportunidades que nosotros.
Éstos fueron y son los valores que enseñaba ese maestro de pueblo. Algunos de nosotros no entendimos en esos momentos estas enseñanzas. Pero él nos dejó una semilla sembrada que fue germinando con el tiempo, desarrollándose y creciendo, para acabar convirtiéndose en un hermoso jardín de jazmines que dibujaron esa paleta de colores verdes y blancos, una paleta bética, que tanto disfrutaba.
Hoy, cada día, puedo asomarme a ese jardín de valores y sentido de vida, y disfrutar de su serena belleza.
Hoy, queridos amigos, quiero rendir homenaje a la excelencia profesional, a la bondad y al compromiso social, valores presentes en nuestros premiados y que yo aprendí de mi maestro.

Un maestro que tuve la suerte de disfrutar todos y cada uno de los días de mi vida, hasta hace sólo unos años cuando falleció. Porque ese maestro, queridos amigos, ese maestro era mi padre.
Muchas gracias.